A menudo asistimos al siguiente escenario: aquellos que son portadores de “diferencias”
se convierten en sujetos cada vez más distintos y perennemente marginados y
marginables. Paradójicamente nuestros servicios “para el apoyo de aquellos que son
diferentes y de los débiles” producen involuntariamente situaciones de estigmatización,
marcando al otro y haciéndolo siempre “más otro” y marginándolo más. ¿Es posible
romper este círculo vicioso?
La pedagogía cultural tiene su origen en el ámbito de estudio de los fenómenos
migratorios y desde hace cerca de 20 años está comprometida en la investigación con
individuos, familias y grupos provenientes de tierras lejanas para averiguar cómo dar
respuestas educativas teniendo en cuenta las características de la cultura a la que
pertenecen así como las diferencias entre cada uno (Cima, 2005). La naturaleza de tal
pedagogía es dinámica y no dogmática, asume la diferencia sexual como parte
fundamental de la perspectiva investigadora y en la acción educativa de cada uno y cada
una. (Piussi, 2001). Luce Irigaray (2007) afirma que “la mirada es sexuada”, que las
lenguas construyen y transforman las culturas y que éstas, a su vez, transforman las
lenguas. Es además una pedagogía que se nueve en los límites de la disciplina, es
“indisciplinada”, y atraviesa las fronteras hacia otras disciplinas que se ocupan de seres
humanos, del ambiente, de sistemas de vida.
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